135 años de comunidad de Bernd Oberpaur

135 años de comunidad de Bernd Oberpaur

Intentar recordar aspectos relevantes de mi vida en la Comunidad El Redentor ha sido un ejercicio interesante y más difícil que lo imaginado. ¡Hay tantas cosas! Como no recordar la confirmación y la participación en el grupo juvenil, en los años 70 e inicios de los 80 del siglo pasado. Encontrarme con un grupo de personas, en las cuales sentirme seguro, escuchado y apreciado, descubriendo una dimensión espiritual de la cual previamente apenas tenía noción. Descubrir un más allá de mis límites, intuir la trascendencia. Descubrir la belleza de la liturgia, de la música de órgano y del canto comunitario. La oración en silencio. La lectura bíblica. Los retiros, campamentos, grupos de estudio bíblico y la sensación de pertenencia. ¡Qué zona de cobijo y de confort! Sin duda fueron primeros pasos tremendamente importantes para mí, marcadores en mi ser y parte de las tareas de la primera mitad de la vida. Hice amistades para toda la vida, encontré a mi compañera de vida y ahora esposa. Y rápidamente también apareció la incomodidad, la noción de pecado y culpa, de miserabilidad, de no poder encajar con una verdad (al menos una versión de ella), de necesidad de represión de aspectos de mí mismo, de doble vida o maneras de ser en distintos ambientes sociales, de choque entre creencias y otras verdades como la ciencia, humanidades, lecturas, universidad, tendencias políticas. Aparecieron o pude apreciar también fragilidades humanas en la misma Comunidad, disonancias, luchas de poder, intentos de verdades más verdaderas que otras verdades, los unos y los otros en contraposición de todos nosotros, del Dios castigador en tensión con el Salvador y el Cristo, de disonancias entre el Padre y el Hijo. ¿Y qué es eso del Espíritu Santo? Aparece también que el pasto en el jardín vecino es siempre más verde, es decir que otras comunidades son mejores que mi Comunidad. Vi emigrar a creyentes a otras congregaciones. Vi emigrar a creyentes que no pudieron con las disonancias, dejando a la iglesia (con minúscula). Con muchos aún tengo contacto, y puedo hoy decir que quizás tienen una espiritualidad más rica que la mía y un sentido de unidad trascedente mayor que el que yo tengo. En fin, apareció la duda, motor que aún me empuja y acompaña, empuja hacia los bordes de la Comunidad, Iglesia y Cristianismo. Y en el mismo camino de vida aparecieron otros, amigos, compañeros de duda y de fe. Como olvidar las innumerables tertulias, conversaciones, disecciones de la escritura, lecturas divinas y profanas, profundas y superficiales, de penas y alegrías. Todo eso es también Comunidad, en El Redentor, con hermanos y hermanas de otras comunidades, congregaciones, creyentes y no creyentes.

En todo ese camino perdí las creencias, perdí mi seguridad tan absoluta, perdí las respuestas, descubrí las preguntas, perdí la fe y  recuperé y redescubrí la fe, una espiritualidad más frágil y al mismo tiempo más profunda (creo), aprendí a leer distinto, a orar distinto, a borrar las fronteras entre los unos y los otros, a leer entre líneas de las ideologías, partidos, iglesias y religiones, comprendí y percibí que el Espíritu sopla donde quiere ( y que frecuentemente sopla en lugares no “cristianos”). Y descubrí también que la Comunidad El Redentor, con todas sus fragilidades, debilidades humanas, falencias y pequeñeces, sigue siendo importante para mí, aunque viva yo en los bordes, incómodo y desafiado. Sigue siendo un espacio de desafío a la vida “mundana”, de cuestionamiento, de búsqueda de cotidianeidad de lo divino. Y al mismo tiempo, desde los bordes, ¡qué desafíos de evolución tiene la Comunidad El Redentor si quiere vivir otros 135 años! De dejar de dar respuestas desde verdades y creencias, sino desde la Verdad y el Amor, sin exclusiones de ningún tipo (sociales, culturales, económicas, políticas) y pasar a ser una Comunidad como espacio de aprendizaje de amor, de encuentro de uno con el otro, de tolerancia, de genuino espacio para el Espíritu, de vida y acompañamiento en el dolor y la muerte. Un espacio donde puedan construirse una espiritualidad desde la infancia y adolescencia, y que pueda evolucionar y crecer hacia una espiritualidad adulta. Un lugar donde se practique, ejercite, donde podamos probar prácticas de convivencia, de escucha y de perdón, donde se entrene el amor al prójimo, donde se descubra al prójimo, donde nos preparemos en prácticas para vivir mejor en el mundo, el Mundo con mayúscula, donde seamos Mundo y Comunidad, no un grupito apartado. Una plataforma de encuentro de humanos, frágiles, sensibles, vengan de donde vengan, tan simple y complejo como suena. A eso nos llama nuestro Señor y Salvador.